martes, 16 de junio de 2009

La historia de Patty :

Patty tenía alrededor de treinta y cinco años y llevaba once de casada cuando buscó la ayuda de un terapeuta privado. Tenía tres hijos, de los cuales el más pequeño sufría parálisis cerebral. Patty había dedicado su vida a ser una buena esposa y madre. Le decía a su terapeuta que amaba a sus hijos, que no lamentaba su decisión de quedarse en casa para criarlos, pero detestaba su rutina cotidiana. Antes de casarse, tenía muchos amigos y pasatiempos, trabajaba como enfermera y se interesaba por el mundo que la rodeaba. Sin embargo, en los años que siguieron al nacimiento de sus hijos, en especial al de su hijo inválido, había perdido el entusiasmo por la vida. Tenía pocos amigos, había aumentado cerca de 40 kilos, no sabía cuáles eran sus sentimientos, y si se daban, se sentía culpable por experimentarlos. Le explicaba que trataba de mantenerse activa ayudando a sus amigos y trabajando como voluntaria en varias organizaciones, pero sus esfuerzos generalmente daban como resultado sentimientos de inadecuación y resentimiento. Había pensado en volver a trabajar, pero no lo hizo porque “lo único que sé hacer es ser enfermera, y estoy harta de cuidar a la gente”. Mi familia y mis amigos piensan que soy una torre de fortaleza. La Patty de siempre, confiable ante todo. Siempre está ahí. Siempre controlada. Siempre lista para ayudarles. La verdad es”, decía Patty, “que me estoy deshaciendo, muy callada pero ciertamente. He estado deprimida por años. No puedo sacudirme la depresión. Lloro porque vuela la mosca. Y no tengo energía alguna. Les grito a los niños todo el tiempo. No tengo interés por el sexo, al menos no con mi marido. Todo el tiempo me siento culpable de todo. Me siento culpable hasta de venir a verlo a usted”, le decía al terapeuta. “Debería de ser capaz de resolver mis problemas. Debería poder salir de esto. Es ridículo que yo desperdicie su tiempo y el dinero de mi esposo en mis problemas, problemas que quizá tan sólo me estoy imaginando y sacando fuera de toda proporción”.

“Pero tengo que hacer algo”, confesaba Patty. “Últimamente he estado pensando en el suicidio. Por supuesto que en realidad nunca me mataría. Demasiada gente me necesita. Demasiada gente depende de mí. Les fallaría. Pero estoy preocupada. Estoy asustada.”

El terapeuta se enteró de que Patty y su esposo tenían hijos, y que el más pequeño sufría parálisis cerebral. Patty también le dijo que antes de casarse su esposo tuvo problemas con el alcohol. Durante su matrimonio él había bebido menos, había conservado el mismo empleo y se había ocupado de proveer a su familia. Pero, bajo interrogatorio, Patty le dijo al terapeuta que su esposo no había acudido a las reuniones de Alcohólicos Anónimos ni a ningún otro grupo de apoyo. En vez de eso, la “iba pasando” durante meses enteros en los que bebía los fines de semana. Cuando bebía se comportaba locamente. Cuando no bebía, era hostil e irritable.

“No sé qué le ha ocurrido. No es el hombre con el que me casé. Lo que más me atemoriza es que no sé qué me está pasando a mí ni sé quién soy”, decía Patty. Es difícil explicar exactamente cuál es el problema. Yo misma no lo comprendo. No existe un problema grande al que yo no pueda señalar y decir, ‘eso es lo que está mal’. Pero siento como si me hubiera perdido a mí misma. En ocasiones pienso si no estaré volviéndome loca. ¿Qué me pasa?”, preguntaba Patty.

“Tal vez su esposo sea un alcohólico y sus problemas se deban a la enfermedad familiar que el alcoholismo provoca”, sugirió el terapeuta.

“¿Cómo puede ser así?”, preguntaba Patty. “Mi esposo no bebe tan frecuentemente.”

El terapeuta investigó la historia de Patty. Patty hablaba con cariño sobre sus padres y sus dos hermanos adultos. Provenía de una buena familia que era unida y tenía éxito.

El terapeuta escarbó más profundamente. Patty mencionó que su padre había acudido a Alcohólicos Anónimos desde que ella era adolescente.

“Mi padre se volvió sobrio cuando yo estaba en preparatoria”, dijo. “En verdad lo amo, y estoy orgullosa de él. Pero los años durante los cuales bebió fueron una locura para nuestra familia.”

Patty no sólo estaba casada con alguien probablemente alcohólico, sino que era lo que ahora se llama un hijo adulto de un alcohólico. La familia en su totalidad había sido afectada por la enfermedad familiar del alcoholismo. Su padre dejó de beber; su madre había ido a Al-Anón; la vida familiar mejoró. Pero Patty también fue afectada. ¿Se esperaba que mágicamente superara la forma en que había sido afectada, sólo porque su padre dejó de beber?

En vez de darle sesiones adicionales de terapia, el consejero de Patty la refirió a un curso de autoestima y a una clase de asertividad. El terapeuta también le recomendó a Patty que acudiera a las reuniones de Al-Anón, es decir los grupos de autoayuda basados en los Doce Pasos de los Alcohólicos Anónimos.

Patty siguió el consejo del terapeuta. No se sintió curada al día siguiente, pero a medida que pasaron los meses se encontró tomando decisiones con más facilidad, sintiendo y expresando sus sentimientos, y sintiéndose menos culpable. Se volvió más tolerante consigo misma y con su rutina diaria. En forma gradual, su depresión cedió. Lloraba menos y reía más. Volvieron su energía y su entusiasmo por vivir. Casualmente, sin ninguna presión por parte de Patty, su esposo se unió a Alcohólicos Anónimos. Se volvió menos hostil y su matrimonio comenzó a mejorar. La clave aquí es que Patty cobró control sobre su propia vida. Su vida empezó a funcionar.

Hoy, si le preguntan a Patty cuál era o es su problema, responderá: “soy codependiente”.

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